Ese rumor de libélulas

Ese rumor de libélulas

“Me voy solo y sin nadie”
Miguel Labordeta

Apenas hay tráfico y un silencio con aromas demorados de café y pan caliente
se derrama por entre las calles del casco histórico. Solo me apetece caminar,
caminar y permitir que la vida pase, despacio, sin sobresaltos, lo pasé muy mal
tras lo de la separación. Ella jamás me quiso, ahora lo sé, aprovechó cualquier
oportunidad para engañarme, para utilizar el amor y la bondad que me
embargaban en su bastardo beneficio. Tras aquel infierno interminable ─un
averno de abogados, informes psicológicos, vistas fugaces en un juzgado de
periferia y ataques cobardes a mi integridad moral─ me quedé sin trabajo y con
problemas para ver a mi hijo, amarrado a la lenidad destructiva del alcohol y al
amparo mortificador del tabaco, sin un techo propio, sin un condenado euro,
arañando la pensión de mis padres para sobrevivir, engarzado a la soledad,
quizá también a lo prescindible de mi existencia.
La verdad es que todos, la familia, los compañeros de la oficina, los amigos,
me lo advirtieron, ella es veinte años menor que tú, ve con cuidado porque
puede que, con el tiempo, se enamore de alguien más joven, más guapo, más
rico. Y eso es precisamente lo que sucedió. Clara comenzó a encapricharse de
algunos de los hombres que se ponían a su alcance. El último fue uno de los
monitores del gimnasio donde ella acudía para perfilar su cuerpo con los
cánones clásicos de la perfección. Todos me previnieron, lo sé, pero el amor te
vuelve así de estúpido, te nubla la conciencia, te arrasa las entendederas y te
mantiene inmerso en un sopor del todo incompatible con los senderos de la
razón.
Y cuando me quedé solo, la melancolía tejió lienzos de arpillera en lo hondo
de mi conciencia, también en el alma, y en el corazón. Lienzos recios, ásperos
que ya se quedaron allí, recogiendo mis lágrimas, mi sangre marchita, toda mi
debilidad. Nutriendo mi ánimo de miserias, achaques y miasmas. Depresión, eso
es lo que el especialista en salud mental me dijo que sufría.
Es ya primavera y el calor comienza a apretar. Son las doce del mediodía y el
sol se descuelga en vertical, desde el cobalto de un cielo raso de nubes, sobre
mi frente del todo despejada. El edificio del Museo Arqueológico parece
esperarme, varado entre unos grandes almacenes, la catedral, una plaza
maltratada de turistas y un bulevar atalajado de olivos, adelfas, álamos blancos
y el cansino zureo de las tórtolas.
La entrada al museo es gratuita. No tengo nada mejor que hacer y me apetece
entreverarme con la fresca penumbra de salas, galerías acristaladas y
corredores, como si fuera una más de esas esculturas pétreas en mármol
blanco, como si fuera uno de esos bustos de bronce que te contemplan con la
ceguera, con la solidez eternizada de sus pupilas, como si fuera una colorida
tesela de esos mosaicos romanos que soportan desde hace siglos los trajines
de la intemperie.
En la recepción son muy amables. Me sonríen, apuntan mi lugar de
procedencia, me proporcionan un folleto explicativo y me ofrecen una visita
guiada, pero rechazo su ofrecimiento con los párpados cerrados, un balbuceo
de negación y ese movimiento compulsivo de cabeza que tanto utilizo en los
últimos tiempos. No pretendo que malgasten su tiempo acompañando a alguien
que ya siempre estará solo.
─Es precioso, ¿no le parece?
Su voz es dulce y una fragancia a jazmines frescos emana de la curva de su
cuello. Contempla extasiada el interior de una vitrina acristalada que alberga
varios hallazgos de la Edad del Hierro. Al parecer, proceden de un poblado ibero
del siglo V antes de Cristo, un rimero de casas de piedra y de tapial vertebrado
de calles estrechas que se encaramaba a la cresta de una loma, no lejos del río.
Un poblado que se protegía de bandidos y tribus montaraces mediante una recia
muralla de piedras mampuestas coronada de adobes. La mujer contempla aquel
recipiente de cerámica perfilado en un torno de alfarero y cocido lentamente en
un horno alimentado con leña de carrasca y de retama, sí, los reflejos de azogue
de sus pupilas contemplan aquella delicada vasija decorada por las manos de
un artesano anónimo hace ya más de dos mil cuatrocientos años. La conciencia,
el tacto y la mirada de alguien que quiso alumbrar la perfección en aquel
utensilio modesto, un kalathos iluminado con escenas de caza, acuerdos de
paz, ganados trashumantes y afanes campesinos.
Un destello parece entonces acomodarse en esa conciencia mía tejida con
urdimbres de arpillera. Un destello sanador que logra engastarme a las valiosas
rutinas de la vida:
─Sí, estoy de acuerdo. El artesano debía rezumar sensibilidad, fíjese en el
arado, y en la yunta de bueyes, y en el plumaje de esas aves, y en el tamaño de
las manos de esos dos hombres… Aquel artífice quiso, tal vez, decorar la
superficie de este humilde recipiente de barro con las faenas cotidianas de su
pueblo, con esa determinación por sobrevivir ante la adversidad y los caprichos
de los dioses. Quizá quiso representar el devenir de su pueblo para legarlo así a
la posteridad. Noble esfuerzo el suyo, sin duda.
La mujer de la fragancia a jazmines frescos me contempla con curiosidad, en
silencio. Creo que, a pesar del ánimo que intento imprimir a mi voz, percibe en
mis pupilas el palpitar de la soledad, el dolor del fracaso, de mi apresurada
senda de resignación y melancolía. La mujer de la fragancia a jazmines frescos
me toma del brazo sin dejar de mirarme, y derrama la piel tibia de su mano
sobre mi mejilla sin rasurar, y me habla, despacio, no te preocupes, todo se
arreglará, no hay nada que no pueda curarse. Su sonrisa escarlata me susurra,
vamos, te invito a un café en un lugar que frecuento a menudo para leer y
abismarme en mis pensamientos. Allí podrás contarme todo lo que ahora hace
que te sientas perdido, desilusionado, y así, entre el amargor de ese café y la
luz tamizada de esta mañana del comienzo de la primavera, tal vez, logremos
conjurar las penas que te afligen, que no dejan que seas tú mismo. Sí, tal vez
encontremos la manera de conocernos, de indagar en nuestras almas, de
entreverar nuestras conciencias, de hacerlas confluir, de iniciar una amistad con
la que dar una tregua a ese rumor de libélulas que se agarra al corazón.
Su fragancia a jazmines frescos y el escarlata de su sonrisa. Su piel tibia y una
taza de café caliente, oscuro, amargo. Su voz dulce y ese rumor de libélulas
engarzado al corazón. Los cinco sentidos despiertos, confiados tras un
encuentro propiciado por los afanes del azar y la magia del destino en la fresca
penumbra de una de las salas del Museo Arqueológico. Un encuentro que,
quizá, logre enderezar mi vida.